Mi ángel
Tenía que venir a verte. En este largo viaje que emprendes, quería estar junto a ti. ¡¡¡Ha pasado tanto tiempo!!! No me llamaste; tampoco te llamé. No me escribiste; tampoco yo lo hice. Sin embargo sabía que, cuando volviera a encontrarte, posarías en mis pupilas esa cálida sonrisa que me encandiló desde el día en que apareciste en mi vida y, aquí está: solo para mí; no me has defraudado.
Rememoré la última vez que te vi. Habían pasado seis años. Paseaba tranquilamente por aquel apartado lugar, cuando sentí la necesidad de entrar en aquel pequeño bar, establecerme en la barra y pedir un café. Ya era tarde. Estuve deambulando por las calles sin rumbo a la espera de todo y al encuentro de nada: no era la primera vez, ni sería la última, pensé. Pero ese día, más tarde lo supe, necesitaba encontrarte.
Algo llamó mi atención a través del cristal que protegía una vieja fotografía, colgada tras la barra de aquel bar, y mi mente, hueca por no sentir durante mucho tiempo el dudoso deseo de pensar, se iluminó: allí estabas tú.
Ocupabas una silla en el fondo de la estancia y platicabas animadamente con unos amigos. Esa sonora y desconcertante risa en que solías rematar tus alegatos, a veces duros, pero siempre cargados de calor y esperanza cuando escuchábamos frente a ti, al otro lado de la mesa, llegó hasta mis oídos.
Instintivamente, acercaba la taza hasta mis labios y sorbía lentamente el oscuro líquido, deseando que durara eternamente o, por lo menos, hasta que tú decidieras abandonar el local y, tal vez, te fijaras en mí.
Pasó un buen rato hasta que decidiste salir. Te despediste de tus acompañantes con un alegre “nos vemos”, y te acercaste a la barra, junto a mí, a pagar la consumición. Cuál no sería mi sorpresa cuando le pediste al camarero que cobrara también mi café y…”hola vida: como estas?”. Anegaste mis ojos de lágrimas. En un instante, llenaste de felicidad ese inesperado encuentro cuando te interesaste por saber cómo me encontraba: me habías reconocido y sentí que…necesitaba oír tu voz.
Deambulamos por calles y plazas mientras reíamos por los desvaríos de una juventud que se ocultó sin remedio entre los pliegues de nuestra piel, pero que permanecía despierta en un rincón ajado de recuerdos a la espera de una ocasional llamada.
En un momento determinado tuve frio. Me así a tu brazo y me pegué a ti, al mismo tiempo que la melancolía ocupaba un gran espacio junto al precipicio en que las lágrimas invaden la herida de lo tangible y…no deseaba perderte de nuevo.
Me acompañaste a casa y te pedí que esa noche la pasaras junto a mí. Consumimos una botella de buen vino mientras alumnos-as y profesores-as desfilaban entre palabras que agudizaban la nostalgia de aquellos recuerdos y en un momento determinado, creo que… nos besamos.
Las imágenes acuden a mi memoria como fugaces destellos que distorsionan mi memoria, y de nuevo me invade la duda: creo que… nos amamos. Prefiero guardar ese hecho como verídico porque en el fondo, desde que te conocí, lo deseé.
¡¡¡Hace tanto tiempo ya!!!
Nos prometimos que habría un nuevo encuentro en que rememorar el último de los encuentros, pero… nunca se produjo.
Hoy sí: he venido a verte. Ya no necesitas de mis palabras: puedes entrar en mi mente y leer todo aquello que de ti guardo, como el más preciado de mis recuerdos. Ya no necesitas de mis caricias: mis ojos te las ofrecen mientras observo con infinita ternura la suavidad de tu rostro que antaño acaricié, y la carnosidad de tus labios que tan apasionadamente besé. Ya no necesitaré de un nuevo encuentro: te siento en mí; y las llamas que en breve envolverán tu cuerpo en el último de tus viajes, llenarán de calor mi cuerpo al mismo tiempo que tus alas protegerán mis recuerdos que, por siempre, guardarán el más preciado de mis tesoros: tú, mi ángel.