Soñó que…

Eran las siete en punto y, como cada día, al sonar el despertador, sus ojos se abrieron con sigilo y dirigieron su mirada hacia la ventana que, con la persiana bajada, dejaba entrever un ligero resquicio de luz que le informaba: el día empezaba a clarear. No había prisa por levantarse. Años atrás, el mundo dejó de esperarle. Su mirada volvió al punto de encuentro en que sus ojos iniciaron su abertura y contempló la lámpara que colgaba del techo. Ya se encontraba allí el día en que se mudó a vivir en aquel pequeño piso. Siempre le pareció una lámpara triste; pero en ese momento, le pareció más triste que nunca y la melancolía, se adueñó de su ser. Una furtiva lágrima asomó por su ojo izquierdo y resbaló, mejilla abajo, hasta que desapareció engullida por la textura de la sábana que cubría su cuerpo hasta el cuello.

Ocupaba el espacio izquierdo de la cama de matrimonio instalada en la habitación y, como cada día, su mano derecha acarició suavemente el espacio opuesto, debajo de las sábanas, como si por el hecho de acariciarla, algo o alguien se encontrara a la espera de la caricia, y la retiraba con prontitud, temeroso. Pero, como cada día, el espacio se encontraba vacío. No es que esperara encontrar lo que nunca tuvo. Sencillamente, a lo largo de los años, se acostumbró a hecho tan insignificante y la rutina, le empujaba a diario a rito tan sencillo. La verdad es que nunca, nada ni nadie, ocupó ese espacio. Permaneció inmaculado a lo largo de los años.

Una noche, años atrás, soñó que alguien le acompañaba y, desde ese momento, el recuerdo estuvo presente en su mente, a diario, antes de levantarse. Encontró a alguien, junto a él, bajo las sábanas. Aquello, lo que Dios quisiera que fuese, permanecía quieto a la espera y su respiración era tranquila. Entonces él, como si de siempre esa presencia se encontrara allí, acarició con dulzura aquello que simulaba un rostro, unos pechos. Fue entonces cuando su cuerpo, sus manos, su mente, se desplazaron a su encuentro  en la búsqueda del color que diera sentido al acontecimiento. Encontró un miembro erecto. Lo acarició con suavidad. La respiración de ese cuerpo, de su cuerpo, momentos antes tranquila, aceleró su movimiento, a la búsqueda del aire, y una gran excitación dominó su estado mental hasta que …fue en ese preciso instante cuando despertó empañado en sudor y sus ojos, abiertos como platos, contemplaron con terror el espacio, junto a él, vacío. Desde ese día, ni siquiera en sueños gozó de compañía alguna. Ese día, decidió negar la evidencia y…dejó de soñar.

¡Lo sé mi amor!

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…¡Me lo habéis advertido una y mil veces!¡Mi padre, mi madre, tú…! Pero necesito verme realizada como mujer y sentir la plenitud de concebir una nueva vida en mis entrañas. Para ti; para mí. Observar día a día como mis pechos sienten la imperiosa necesidad de fabricar el néctar milagroso y adquieren la capacidad necesaria para alimentar el retoño, que dará un nuevo sentido a nuestras vidas. Las posibilidades de que se produzca el “milagro” son escasas mi amor; lo sé. Pero existen. Nada va a ocurrir: estoy segura mi amor. No temo a las consecuencias que dicho acto me pueda acarrear. ¡También los médicos se pueden equivocar! Pero necesito saber que, tú, me apoyas en esta decisión. Veras como, los dos, unidos, somos capaces de llevar a término este deseo y ver nacer, criar, a ese retoño que, en mis sueños, veo crecer feliz en nuestras vidas. No temas por mí, amor…

Se sentó en el sillón instalado en un rincón de la habitación. Sí: se siente feliz, satisfecho. Desde allí, contempla como ella, su mujer, habla con ternura a su hijo. Mientras, una fuente inagotable  de vida surge a borbotones de sus senos, inundando la diminuta boca. Un pequeño hilo de leche se desliza perezosamente por la comisura de los labios del bebé y, él, ríe con satisfacción, también ella.

Poco después, instala con inmenso cariño a su hijo en la cuna y su mirada le dice, que la acompañe en el lecho y la abrace con la dulzura que, solo él, es capaz de imprimir a su vida.

Así, como cada noche y en silencio, quedan abrazados. Solo la respiración acompasada, sosegada, satisfecha por el  hecho, le da a entender que la felicidad está instalada en sus vidas y que las negras nubes que empañaron su caminar, tiempo atrás, quedaron lejos, en un lugar donde, la memoria -él no es consciente- le mantiene aletargado, lejos de la realidad.

Se levanta al clarear el día. Se dirige a la cocina y se sirve un vaso de leche, desnatada, que calienta en el microondas, y lo endulza con una generosa cucharada de miel.

Vuelve a la habitación. Contempla la cama y la cuna. Arropa con inmenso cariño a su mujer que, como cada noche, se levantó para darle de pecho al crio. Los dos duermen profundamente.

Poco después, cierra con cuidado la puerta, para no despertarlos, y se dirige al encuentro  con la realidad; lejos del espacio que un día alimentó sus deseos. Es en ese preciso instante, al pisar el asfalto, cuando una lágrima se desliza tristemente por su mejilla y, como cada día, le aleja del mundo de los sueños. Con ellos, en su nido de amor, queda el crudo recuerdo. Las consecuencias de un deseo frustrado, las sufrirá el resto de sus días. Allí, entre cuatro paredes, quedan una cama y una cuna vacías.

¡¡¡No: en soledad no!!!

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¡Qué más da! Cada mirada es un recuerdo que se instala en nuestra mente y aparece por capricho cuando menos te lo esperas. Estoy cansado de mirar. Ver. Fingir que algo me importa cuando, en realidad, me ahoga el hecho de recordar infinidad de imágenes que nada aportaron a mi vida.

¡¿Mi vida?: ¡¡Vaya mierda!! ¡A nadie le importa lo que un día sentí! ¡Aquello que un día ofrecí! ¡ El despertar que cada día sufrí…!

¡Gente, gente, gente…! ¡¡¡Así os pudráis todos en el maldito infierno!!!

¿Qué quiere este cabrón?¿Un cigarro…? ¡¡¡Toma mi puta colilla imbécil!! ¿Qué me muera…? Sera hijo de…¡¡Que me muera?!! ¡¡¿Porque me dices eso cabrón?!! ¡¡¡Vuelve aquí maldito seas! ¡¡¡No huyas!!! ¡¡¡Dime porqué…!!!

¡Que me muera…! ¿Que sabrá este de mi vida para desear mi muerte?¿De aquello que llena de gozo mis esperanzas y.. convierte mi melancolía en desesperación y…?

Siento deseos de llorar. Necesito llorar…para…

No comprendo porqué desea de esa forma tan miserable mi muerte. Porque…ahora no puedo morirme. ¡Así, en soledad, no!

Soledad sí: ese vacío inmenso que corroe mis entrañas y ríe con desprecio mis andanzas. Pero…madre… es así como te sentiste el día que te fuiste? ¿Madre… padre? En verdad deseabais mi presencia como yo deseo la vuestra, ahora que voy a morir?

Pero…qué estoy diciendo? ¡¡Me voy a volver loco!!

¡Me encuentro mal! No sé qué me ocurre. Me encuentro fatal y… Pero, como coño puede ser? ¡Yo soy yo y… ése que se encuentra tirado en el suelo, rodeado de gente que lo contempla, no puede ser yo!

¡¡¡Joder!!! ¡Ahí está el miserable que deseó mi muerte y…está fumando un cigarrillo, mientras contempla con sorna a ese que, en teoría soy yo, pero que no soy yo porque, yo, estoy aquí! ¡Se va a enterar el muy capullo de las consecuencias de haber deseado mi muerte!

-¡¡¡Eh tú!!! ¡¡¡Eh maldito pordiosero: porqué has deseado mi muerte?!!!¡¡¡No me oyes?!!!

Nada: como si no existiera y… ¡¡¡Será cabrón: acaba de arrojar lo que queda de su cigarrillo sobre mí, y se larga con el andar chulesco de un puto macarra…!!!Pero, que digo?¿ sobre mí? Me estoy volviendo loco o…

-Nos vamos?

– Pero… ¿Quién coño eres tú? Ni siquiera sé quién eres y…,

¡¡¡No me lo puedo creer!!! Me desplazo tranquilamente hacia donde él se dirige y…me encuentro bien… Es, como si todo aquello que me angustiaba, quedara en un espacio indeterminado, ausente de mí, con… ese que está tirado en el suelo que parezco yo, pero que no lo es…

¡Mierda! Ahora lo comprendo: me he muerto y… este, me acompaña a… ¿dónde?.

¡Qué más da! Al menos me queda el consuelo de poder gritar alto y claro, para que todos me oigan, que… ¡¡¡He muerto rodeado de…un montón de gente!!!

 

Corazón de luz, corazón negro

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    “Si el tiempo fue capaz de guardar corazón tan fuerte entre sus ramas, es, porque la luz que lo iluminó a lo largo de su vida, encontró el calor y la voluntad necesarias para sortear los innumerables avatares que la vida le ofreció”

    Pobre y necio en su ignorancia, él, se vio identificado con las palabras que, aquel ser, pronunció.

     Más tarde, cuando el sol dio un respiro a sus almas, y el bosque llenó de voces su don, con avaricia, lo arrancó del lugar que tan donosamente ocupó, a lo largo de los años, y lo instaló en su pecho.

    Poco duró la osadía de su empeño. Marchito, cayó a pedazos del nuevo lugar que ocupaba, y las hojas y ramas, fenecieron por la pobreza de la luz que iluminaba su nueva estancia.

¡Él: ese hombre!

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¿Y el retrato…? Me preguntaste. Ese día, un inmenso nudo en la garganta me impedía darte razón sobre él; hoy sí. Se encuentra lejos: muy lejos. Espero que, un día, el demonio lo cuelgue en su morada y le insufle el fuego necesario para que arda por toda la eternidad ¿Acaso no es suficiente el hecho de que no pueda apartar de mi vida su recuerdo? ¿Que no entiendes de qué hablo? ¿Nunca te contaron del sufrimiento que día tras día acompañó mi existencia? Claro. Porqué. Ni tan siquiera habías nacido. Pero tienes que saberlo. Quiero confiarte la verdad de lo ocurrido todos estos años porque sé que, tú, lo entenderás, al verte libre de la hipocresía y los perjuicios que, durante tanto tiempo, tuve que soportar.

En mi vida nunca habría  un cambio sustancial que me llevara a poseer algo de todo aquello que, otras niñas, de mi edad, si poseían. Nací pobre y, después de sesenta y cuatro años, continúo igual.

He maldecido un millón de veces el día en que, ese hombre, cruzó el umbral de la puerta y llenó nuestro estomago del pan que tan caro  nos resultaba alcanzar. ¿Por qué lo maldigo? Por dignidad hijo: por dignidad.

¿Mi padre?…un pobre infeliz que, allá por donde anduvo, fue incapaz de establecer la diferencia entre llenarte el estómago, a sabiendas de que lo tienes que pagar, y la generosidad por ofrecerte un mendrugo de pan. Sí hijo sí. Alguien, allá donde te encuentres, sufriendo y desvalido,  aparecerá y llenará tu estómago de aquello que no tienes para, más tarde, recordarte que, en un momento determinado, te hizo ese favor. Te lo pedirá con intereses y los cobrará. ¡Vaya si te los cobrará!. Llamará a la puerta de tu casa como por casualidad y, poco después, será suya con todo aquello que contiene, incluida la vida de aquellos que la moran.

¿Sabes? No transcurrió mucho tiempo. Prácticamente a diario, después de comer, aparecía   y, al caer la tarde, marchaba a casa a dormir. ¿Mi madre? Ella se dejó querer. Se dejó alimentar. Se dejó acariciar y… se dejó montar. ¿Te escandaliza mi lenguaje? Vale: llámalo como quieras. Pero se la tiraba cuando le apetecía y mi padre, el muy cobarde, fue incapaz de sacarlo de casa, junto a la vergüenza que nos acarreó tal situación. ¿Que si lo sabía? No me cabe la menor duda. Pero fue un pobre infeliz que trabajaba de sol a sol a cambio de las migajas que, ese hombre, le ofrecía y, poco a poco, se adueñó de su voluntad. De la voluntad de mi madre y…también de la mía. ¿Te sorprende? El hambre, cuando remueve tu estómago y acelera su presencia en el vacío de tu despensa, te roba la potestad de decidir y sucumbes ante la prestancia que, un mendrugo de pan, te ofrece. Pero claro, tú no lo puedes saber. Por fortuna para ti, naciste más allá de la línea que separa el hambre del acto digno de negar y…no te culpo. Después de tantos años, yo, sí me culpo. Soy culpable de transigir. Culpable por no huir de la miseria que nos arrastró a la indignidad. Culpable por no ver que, nuestras vidas, a partir del día que apareció por casa, dejarían de ser nuestras vidas y se convertirían en el mundo que él, ese hombre, manejaría a su antojo.

¡Claro que sí! Yo era una niña de doce años y todo aquello que llenaba de color mi vida, relumbraba feliz en mis sentidos. Desde el primer día me engatusó con caramelos de todos los colores. Pasado un tiempo, fue más selectivo y me traía aquellos que sabía eran irresistibles para mí.

Una tarde, mi madre no estaba en casa, llamó y le abrí. Me regaló una piruleta. Recuerdo que era redonda, blanca como la nieve, y la envolvía de arriba abajo una espiral roja que le daba un aspecto de extrema felicidad. La encontré deliciosa y la chupaba con fruición. Me sentó de espaldas a él, sobre sus rodillas y, entonces, ocurrió: me abrió con sus dedos. El dolor era punzante e incisivo y lloré asustada porque no sabía qué me estaba ocurriendo. Pero llenó mis manos de dulces, con sabores y olores intensos, que nunca habría podido descubrir por mí misma, al mismo tiempo que me consolaba con besos y palabras cariñosas y, poco a poco, me calmé. Poco después, las visitas fueron más frecuentes. Deseaba encontrarnos en casa, solas, a mi madre y a mí.

Pasaba muchas horas hablando con mi padre. Con mi madre, al mismo tiempo que llenaba mis oídos de lisonjas y zalamerías, preparando nuestros encuentros en soledad, a la mínima ocasión. Así transcurrieron muchos meses hasta que, un día, pasó lo que tenía que pasar.

Él, había estado con mi madre después de comer y, esta, quedó dormida en la cama. Poco después, subió a la cámara a mi encuentro. Era insaciable. Hacía calor y me encontraba echada en el suelo, sobre una sábana, adormilada. Unas viejas enaguas me cubrían y, poco después,  sentí como acariciaba cada rincón de mi piel. Disfrutaba quieta y en silencio cada uno de sus actos. Era un gran amante y sabía discernir el momento exacto en que mi cuerpo pedía que… Lo confieso sin el más mínimo rubor. Me transportaba al cielo cuando me acariciaba. Cuando me besaba; cuando me poseía y… en un momento determinado, oí un grito estremecedor. Ese hombre saltó como un resorte del centro de la cama, donde me cubría, mientras trataba de atar el cinturón a sus pantalones y balbuceaba   palabras inconexas. Levanté la cabeza y vi a mi padre que, en el rellano de la escalera, con los ojos llenos de espanto, retrocedía de espaldas sin apartar la mirada del punto en que yo, desnuda, le contemplaba con los sentidos aun anclados en una nube. Entonces sucedió.

Vergüenza? Nunca fui consciente de que aquello que él hacia conmigo estuviera mal. Lo hacía con mi madre y ella era mi referente. Los veía y escuchaba a escondidas, con asiduidad, cuando mi padre no estaba en casa! ¿Cómo iba a pensar que, aquello que hacía con mi madre, estuviera mal para conmigo?. Ella nunca me habló de ello y tampoco yo le comenté nada. Las golosinas eran mi prioridad y no quería compartirlas con nadie. Pero, estoy convencida, sabía también de nuestra relación.

Recuerdo que me acerqué hasta la escalera, obnubilada, y vi a mi madre gritando con desesperación en el rellano inferior de la misma. Mi padre, mientras, yacía sin moverse cuatro escalones más arriba. Que… ¿qué pasó?. Ella me contó, que perdió el pie en la bajada y se mató al golpearse en la nuca.

Ese día, quedé conmocionada hasta tal punto que, no pude llorar. Tampoco volví a subir esa escalera hasta que, una tarde, mi madre, me envió a buscarle, a  él, que se encontraba arriba en la terraza dejando esparto a secar. Inconscientemente subí. Pero, cuando pisé el primer escalón, al bajar, las lágrimas surgieron de mis ojos como una catarata y anegaron lo poco que quedaba de mi dignidad. Fue entonces cuando tomé verdadera conciencia de que, mi padre, no volvería a casa y que jamás lo volvería a ver.

Ese hombre, estuvo ausente de nuestras vidas durante unos meses. O eso pensó mi madre que yo creía. Él, a escondidas, por lo menos una vez a la semana, entraba en casa por la puerta que da a la cuadra y yacía con ella hasta altas horas de la noche. Eso sí: nunca más nos faltaron unas pesetas para comer, ni caramelos que endulzaran mi tristeza.

Un año después del accidente, mi madre y él se casaron.

No: nunca más volvió a tocarme; y yo, nunca más le dirigí la palabra. Oía a menudo los gemidos de placer que surgían de la habitación de mi madre y me sentaba en el exterior, cerca de ellos, mientras pensaba que era yo la que recibía sus caricias. En silencio y resignada, admitía su presencia y, en soledad, afronté año tras año cada momento en que me vi obligada a convivir con ellos.

¿Por qué  te cuento todo esto? Tú has estado cerca de los tres desde que naciste e ignoras, estoy segura, la intimidad de lo sucedido en esta casa a lo largo de los años. Eres inocente, como yo lo fui y el único, de todos aquellos que conozco, capaz de valorar en su justa medida lo que voy a hacer.

Durante más de cincuenta años estuve aferrada a los caprichos de los dos. Mientras, los celos  me consumían cada vez que les oía retozar y la nostalgia por él, junto al rencor hacia mi madre por las veces en que lo poseyó, lastimaba mi mente, más si cabe, transida por el recuerdo.

Sí. Hace dos días que él, ese hombre, pasó a mejor vida y mi madre lo espera, Dios sabrá donde; y yo, en breve, vagare toda la eternidad, en soledad, al igual que lo hice en vida.

¿Sabes? No han cambiado nada las piruletas después de cincuenta años. Es blanca; redonda. Una espiral roja la envuelve de arriba abajo. Pero la sensación y la curiosidad que me embargó, cuando era cría, es muy distinta a la que ahora me domina. Espero que el sabor no haya cambiado.  Disfrutaré, mientras la lamo, de él y del recuerdo de sus caricias para, en un momento determinado, untar con el sabor de la muerte cada uno de los recuerdos que, en vida, me acompañó.

Adiós hijo. No me olvides.

Tu tía Soledad

 

 

Un pan bajo el brazo

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El panadero, al llegar a la estación, dejó la maleta en el suelo. Habían pasado muchos años; pero el tiempo, parecía haberse detenido en aquel apartado lugar: todo seguía igual. A continuación coge la maleta y dirige sus pasos hacia el cementerio.

La puerta de hierro se encuentra abierta y pasa al interior, sin hacer el más mínimo ruido. Se detiene delante de la tumba instalada en el suelo y, junto a ella, deja la maleta. Unas lágrimas velan sus ojos. Se encuentra solo. Abre la maleta y saca, envuelto en un papel, un pan redondo. Siempre alerta, mirando a su alrededor, con un gran esfuerzo, abre uno de los extremos de la losa que cubre la tumba y deja caer en su interior el pan hecho con las cenizas de su mujer. Ella así lo quiso: estar para siempre junto al crío que parió, con un pan bajo el brazo. Así lo celebraron los clientes al nacer…

Mi angel

Mi ángel
Tenía que venir a verte. En este largo viaje que emprendes, quería estar junto a ti. ¡¡¡Ha pasado tanto tiempo!!! No me llamaste; tampoco te llamé. No me escribiste; tampoco yo lo hice. Sin embargo sabía que, cuando volviera a encontrarte, posarías en mis pupilas esa cálida sonrisa que me encandiló desde el día en que apareciste en mi vida y, aquí está: solo para mí; no me has defraudado.
Rememoré la última vez que te vi. Habían pasado seis años. Paseaba tranquilamente por aquel apartado lugar, cuando sentí la necesidad de entrar en aquel pequeño bar, establecerme en la barra y pedir un café. Ya era tarde. Estuve deambulando por las calles sin rumbo a la espera de todo y al encuentro de nada: no era la primera vez, ni sería la última, pensé. Pero ese día, más tarde lo supe, necesitaba encontrarte.
Algo llamó mi atención a través del cristal que protegía una vieja fotografía, colgada tras la barra de aquel bar, y mi mente, hueca por no sentir durante mucho tiempo el dudoso deseo de pensar, se iluminó: allí estabas tú.
Ocupabas una silla en el fondo de la estancia y platicabas animadamente con unos amigos. Esa sonora y desconcertante risa en que solías rematar tus alegatos, a veces duros, pero siempre cargados de calor y esperanza cuando escuchábamos frente a ti, al otro lado de la mesa, llegó hasta mis oídos.
Instintivamente, acercaba la taza hasta mis labios y sorbía lentamente el oscuro líquido, deseando que durara eternamente o, por lo menos, hasta que tú decidieras abandonar el local y, tal vez, te fijaras en mí.
Pasó un buen rato hasta que decidiste salir. Te despediste de tus acompañantes con un alegre “nos vemos”, y te acercaste a la barra, junto a mí, a pagar la consumición. Cuál no sería mi sorpresa cuando le pediste al camarero que cobrara también mi café y…”hola vida: como estas?”. Anegaste mis ojos de lágrimas. En un instante, llenaste de felicidad ese inesperado encuentro cuando te interesaste por saber cómo me encontraba: me habías reconocido y sentí que…necesitaba oír tu voz.
Deambulamos por calles y plazas mientras reíamos por los desvaríos de una juventud que se ocultó sin remedio entre los pliegues de nuestra piel, pero que permanecía despierta en un rincón ajado de recuerdos a la espera de una ocasional llamada.
En un momento determinado tuve frio. Me así a tu brazo y me pegué a ti, al mismo tiempo que la melancolía ocupaba un gran espacio junto al precipicio en que las lágrimas invaden la herida de lo tangible y…no deseaba perderte de nuevo.
Me acompañaste a casa y te pedí que esa noche la pasaras junto a mí. Consumimos una botella de buen vino mientras alumnos-as y profesores-as desfilaban entre palabras que agudizaban la nostalgia de aquellos recuerdos y en un momento determinado, creo que… nos besamos.
Las imágenes acuden a mi memoria como fugaces destellos que distorsionan mi memoria, y de nuevo me invade la duda: creo que… nos amamos. Prefiero guardar ese hecho como verídico porque en el fondo, desde que te conocí, lo deseé.
¡¡¡Hace tanto tiempo ya!!!
Nos prometimos que habría un nuevo encuentro en que rememorar el último de los encuentros, pero… nunca se produjo.
Hoy sí: he venido a verte. Ya no necesitas de mis palabras: puedes entrar en mi mente y leer todo aquello que de ti guardo, como el más preciado de mis recuerdos. Ya no necesitas de mis caricias: mis ojos te las ofrecen mientras observo con infinita ternura la suavidad de tu rostro que antaño acaricié, y la carnosidad de tus labios que tan apasionadamente besé. Ya no necesitaré de un nuevo encuentro: te siento en mí; y las llamas que en breve envolverán tu cuerpo en el último de tus viajes, llenarán de calor mi cuerpo al mismo tiempo que tus alas protegerán mis recuerdos que, por siempre,IMG_20150818_203303 guardarán el más preciado de mis tesoros: tú, mi ángel.

Redonda como una peseta

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     Me había prometido una peseta si dejaba las llantas de la bicicleta brillantes, como la moneda de cincuenta céntimos que me dio por adelantado.

    Hacía tiempo que no la usaba y se encontraba colgada de una viga de madera en el corral, donde almacenábamos la leña. Un día, decidió hacer una puesta a punto de la misma, y la desmontó pieza por pieza para su limpieza; así era mi padre.

    Con mis siete añitos, contemplaba sus evoluciones entre ruedas -le faltaban tres rayos a una de las llantas- cubiertas desgastadas e inservibles, frenos, manillar… hasta que, en un momento dado, me lo propuso y selló nuestro acuerdo con el adelanto de la moneda. En estas me encontraba cuando, en la calle, un sonoro ruido metálico llamó mi atención: Miguel bajaba corriendo calle abajo, mientras, con una pieza metálica  alargada que acababa en forma de u, presionaba sobre una vieja llanta de bicicleta que bajaba rodando a la velocidad que él le imponía. Visto y hecho; minutos después, los dos evolucionábamos arriba y abajo porfiando por ver quien imprimía más velocidad a las llantas: él con la pieza metálica y yo con la mano.

    Siempre, cuando a gusto me encontré, impuse la pasión en todos mis cometidos; tanta que, en un momento dado, le di tal empujón a la llanta, que salió disparada calle abajo en dirección al barranco. Corrí como alma que lleva el diablo intentando alcanzarla, pero resultó inútil. Una pequeña curva al final de la calle, y la llanta torció siguiendo su dirección como si, de siempre, conociera el camino.

    De nada sirvió el tiempo que Miguel y yo invertimos buscando la rueda: no la pudimos encontrar. Me pasé un buen rato llorando mientras contemplaba las aguas que, de buen seguro, guardaban en sus entrañas el objeto- juguete que, definitivamente, perdí.

    Ya entrada la noche volví a casa. Sabía que mi padre no se encontraría allí: a diario salía a la taberna por pasar un rato con los amigos. Le conté a mi madre que me dolía la cabeza –ella besó mi frente buscando un mínimo atisbo de fiebre, pero no lo encontró- y subí a mi habitación. No podía dormir: las lágrimas invadían mi rostro en cascada y me pregunté, de donde podía salir tanta agua; igual me quedaba seco durante la noche y al día siguiente había desaparecido. Mejor –pensé- así mi padre nunca sabrá que le fallé.

     No sé cuánto tiempo había transcurrido, pero alguien trataba de despertarme; me llamaba insistentemente por mi nombre, José Vicente, hasta que, por fin, pude abrir los ojos. Era mi abuelo Pepe. Me dijo que era muy tarde y que si no me importaba, me echaría una mano limpiando las ruedas de la bicicleta. No sabía qué hacer y las lágrimas hicieron de nuevo acto de presencia. Por fin me decidí a bajar y contarle al abuelo lo sucedido. Cuando me encontré frente a él, no me lo podía creer: entre sus manos sujetaba la rueda de la bici de mi padre  que, supuestamente, perdí entre las aguas del barranco. Pasamos un par de horas limpiando y le conté el mal rato que pasé el día anterior a la búsqueda de la llanta mientras él, me miraba con esa sonrisa dulce y cariñosa  que siempre le acompañaba. 

    .-¡¡¡José…José…vas a llegar tarde a clase!!! Mi madre me despertó y después de desperezarme con gran sonoridad, me levanté de la cama con la agradable sensación del deber cumplido.

    Mi padre me esperaba abajo, y me entregó los cincuenta céntimos restantes por el trabajo hecho con las ruedas. Me dijo que nunca pudo imaginar, que yo sería capaz de dejar el metal tan brillante como lo hice. Con gran orgullo y satisfacción, reuní las dos monedas, y me puse a pensar en qué me las gastaría.

    .-¡¡¡Buenos días abuelo; buenos días abuela!!! –le dije saltando de alegría, cuando salía de casa en dirección al colegio.

    Fue en ese momento cuando me di cuenta de que algo, no encajaba en la situación que estaba viviendo. Paré en seco; volví calmadamente sobre mis pasos, mientras contemplaba las monedas que mi padre me dio por mi trabajo, y quedé plantado frente a la pared. Las monedas las palpaba: estaban en mi mano. Mi padre salía en ese momento de casa: iba a probar la bicicleta. Mi madre, junto con mi tío Vicente y mi hermana, introducían los últimos panes del día en el horno, y mi abuelo Pepe junto a mi abuela Victoria, me contemplaban desde la fotografía colgada en la pared. Todo era verídico; todo era real; excepto la fecha de la fotografía desde la cual mis abuelos me contemplaban: fue la última vez que posaron juntos para la ocasión; habían fallecido los dos, con un intervalo de tres meses y de ello habían pasado cinco años. En mis recuerdos nunca conservé una vivencia para con ellos.

Adiós vida

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    Fue tu ausencia la que me llevó a encontrarme de nuevo frente a ti. Deseaba por todos los medios olvidarte; pero mi ansia de ti fue más fuerte que la razón. Hui de mi vida para, tal vez así, sentir que no te necesitaba y, de nuevo, me perdí: te encontré. Tal vez mi deseo no fuera lo suficientemente fuerte para decirte… ¡¡¡basta!!! En ese momento no supe que decirte; tampoco como mirarte. Por un momento creí que, al posar mi mirada en tu silueta, desfallecería de placer y sería el más feliz de este mundo, tan siquiera por unos momentos. Pero no. Durante mucho tiempo, cuando entrabas en mí, el sosiego me envolvía y la mente volaba por espacios infinitos, para poco después, verme colgando de un vacío inmenso donde la sinrazón se adueñaba de mi ser. Cuando bebí todo lo que de ti quedaba,  deseaba morir por no ser capaz de alejarme de tu influencia. Te deseo, pero no quiero estar cogido en tus redes; te amo, pero puedo olvidarte; te añoro pero esta vez sí: no deseo volverte a ver. Hoy si: definitivamente, tu líquido quemará por última vez mis entrañas. Adiós vida.

Madre…padre.  

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    “Lo sé madre. Aquello que nadie pudo contarme porque nunca nadie lo supo, se me reveló. Fue tu presencia, lo intuí, decisiva para que la manifestación se hiciera presente y así, poder acceder a la memoria de aquel que tú amaste y el fruto de tu amor, se hiciera presente en mí.

    Vine a verte madre. Había pasado mucho tiempo y los recuerdos se difuminaban en mi mente como pompas de jabón y, al poder estar cerca de ti, consideré que rememoraría tu cálido recuerdo. Es verdad que, ciertos momentos, quedaron  anclados en mi mente como sonoros y deliciosos testigos del cariño en que me arrullabas; pero…fue tan breve tu presencia para conmigo que, continuamente, me ataca la necesidad de sentir tus manos acariciando mi rostro; los besos húmedos de tus labios cosquilleando en mi cuerpo y el sabor de la leche que, a borbotones, llenaba mi boca ansiosa de ti; mientras, me cantabas una y otra vez…” el meu xiquet es l´amo del carrer i del corral…” Si: no puedo dejar de pensar en lo mucho que de ti quedó por compartir conmigo; la crueldad en que la vida te trató y te arrancó de mi lado cuando más te necesitaba…

       .-Buenos días.

      Las palabras me sobresaltaron y quedé mudo por la sorpresa. Al fin pude reaccionar y…

      .-Buenos días.

     No me había apercibido de la presencia de aquel hombre en el otro extremo del banco que ocupaba, y me irritó sobremanera que interrumpiera mis pensamientos para contigo.

      .-Disculpa que te haya asustado; la verdad es que la soledad de la estancia es proclive a los sobresaltos, de no estar preparado para la situación. Siento haber interrumpido tus pensamientos; pero quería aprovechar mi visita para recordarla siquiera por un rato y…tal vez no tenga ocasión de hacerlo de nuevo.

      Calculo que era de mi edad; unos veinte años. Algo en sus ojos, las facciones de su rostro, me recordó a alguien; pero no supe decir a quien. Apartó su mirada de la mía sin darme la oportunidad de que a través de ella, indagara en su interior; pero la curiosidad pudo conmigo y el exabrupto que casi escapa de mi pecho ante su intromisión, quedó paralizado por las últimas palabras que pronunció..

     .-Es tu madre verdad?

     De nuevo dirigí mi mirada a la fotografía instalada en la lápida y no pude evitar que una lágrima resbalara por mi mejilla.

      .-Fue una gran mujer. Los chavales del pueblo porfiaban por salir con ella…según me contaron…

      No pudo continuar la frase. Un ligero temblor atenazó su voz y vi que las lágrimas inundaban su ojo izquierdo, cuando miré  su perfil sorprendido ante la revelación: sus últimas palabras calaron en mis oídos y quedé paralizado por la emoción.

      .-Cómo sabe esas cosas de mi madre? Usted no pudo conocerla…

      Miraba su fotografía impresa en la lápida y su rostro, lo que pude vislumbrar de él, reflejaba una profunda tristeza.

      En mi cabeza hervían mil y una preguntas para con el intruso y nuevamente me dirigí a él.

     .- Quien le habló de ella…?

      Al igual que apareció sin que me percatara de su presencia, había desaparecido. Dirigí mi mirada interrogante hacia todas partes pero…fue en ese momento cuando sentí tu presencia  como nunca antes la sintiera, madre: el olor de la yerbabuena, con la que perfumabas mi pequeño cuerpo, flotaba en el ambiente y me vi transportado más allá del tiempo y del espacio. Las imágenes aparecieron con nitidez en mi mente  y allí estabas tú: entre las flores que adornaban la pequeña galería de la que entonces fue tu casa; mientras, hablabas cariñosamente a un bebé que reía con fuerza tus arrumacos y comprendí que era yo. Poco después, alguien apareció a tus espaldas y te cogió por la cintura y depositó un cariñoso beso en tu mejilla; me cogió con las dos manos y me transportó hacia lo alto, madre, al mismo tiempo que me dirigía cariñosas e interrogantes palabras y yo, mordía mis manos nervioso y entre risas al contemplaros desde las alturas. No podía ver su rostro; pero en un momento dado, la escena cambió, y los ropajes que vestía, de improviso, cambiaron con el color de un uniforme militar. Tú, madre, llorabas desconsoladamente y te aferraste a él por la cintura a sus espaldas. Entonces, conmigo en sus brazos, se fundió en ti con un fuerte abrazo, mientras el bebé, yo, ocupaba el centro de la escena entre los dos. Entonces ocurrió algo inexplicable madre: era él; era el hombre que, momentos antes, se sentó junto a mí y desapareció sin tener la oportunidad de platicar con él y saber más de ti. Entonces lo comprendí: él había venido a presentarse ante mí y frente a ti. Era mi padre; aquel del que nunca te oí hablar porque abandonaste este mundo antes de que yo tuviera la suficiente razón para comprender el porqué de su ausencia  y del que nadie, nunca, me dio razón.  El lunar que ocupaba un pequeño espacio en su mejilla derecha, es el mismo que yo luzco y sus ojos, junto a su melena rubia como un sol primaveral, es la misma que yo luzco. Ya no existen en mí vida interrogantes; por fin os tengo a los dos: os quiero madre…padre.”