Redonda como una peseta

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     Me había prometido una peseta si dejaba las llantas de la bicicleta brillantes, como la moneda de cincuenta céntimos que me dio por adelantado.

    Hacía tiempo que no la usaba y se encontraba colgada de una viga de madera en el corral, donde almacenábamos la leña. Un día, decidió hacer una puesta a punto de la misma, y la desmontó pieza por pieza para su limpieza; así era mi padre.

    Con mis siete añitos, contemplaba sus evoluciones entre ruedas -le faltaban tres rayos a una de las llantas- cubiertas desgastadas e inservibles, frenos, manillar… hasta que, en un momento dado, me lo propuso y selló nuestro acuerdo con el adelanto de la moneda. En estas me encontraba cuando, en la calle, un sonoro ruido metálico llamó mi atención: Miguel bajaba corriendo calle abajo, mientras, con una pieza metálica  alargada que acababa en forma de u, presionaba sobre una vieja llanta de bicicleta que bajaba rodando a la velocidad que él le imponía. Visto y hecho; minutos después, los dos evolucionábamos arriba y abajo porfiando por ver quien imprimía más velocidad a las llantas: él con la pieza metálica y yo con la mano.

    Siempre, cuando a gusto me encontré, impuse la pasión en todos mis cometidos; tanta que, en un momento dado, le di tal empujón a la llanta, que salió disparada calle abajo en dirección al barranco. Corrí como alma que lleva el diablo intentando alcanzarla, pero resultó inútil. Una pequeña curva al final de la calle, y la llanta torció siguiendo su dirección como si, de siempre, conociera el camino.

    De nada sirvió el tiempo que Miguel y yo invertimos buscando la rueda: no la pudimos encontrar. Me pasé un buen rato llorando mientras contemplaba las aguas que, de buen seguro, guardaban en sus entrañas el objeto- juguete que, definitivamente, perdí.

    Ya entrada la noche volví a casa. Sabía que mi padre no se encontraría allí: a diario salía a la taberna por pasar un rato con los amigos. Le conté a mi madre que me dolía la cabeza –ella besó mi frente buscando un mínimo atisbo de fiebre, pero no lo encontró- y subí a mi habitación. No podía dormir: las lágrimas invadían mi rostro en cascada y me pregunté, de donde podía salir tanta agua; igual me quedaba seco durante la noche y al día siguiente había desaparecido. Mejor –pensé- así mi padre nunca sabrá que le fallé.

     No sé cuánto tiempo había transcurrido, pero alguien trataba de despertarme; me llamaba insistentemente por mi nombre, José Vicente, hasta que, por fin, pude abrir los ojos. Era mi abuelo Pepe. Me dijo que era muy tarde y que si no me importaba, me echaría una mano limpiando las ruedas de la bicicleta. No sabía qué hacer y las lágrimas hicieron de nuevo acto de presencia. Por fin me decidí a bajar y contarle al abuelo lo sucedido. Cuando me encontré frente a él, no me lo podía creer: entre sus manos sujetaba la rueda de la bici de mi padre  que, supuestamente, perdí entre las aguas del barranco. Pasamos un par de horas limpiando y le conté el mal rato que pasé el día anterior a la búsqueda de la llanta mientras él, me miraba con esa sonrisa dulce y cariñosa  que siempre le acompañaba. 

    .-¡¡¡José…José…vas a llegar tarde a clase!!! Mi madre me despertó y después de desperezarme con gran sonoridad, me levanté de la cama con la agradable sensación del deber cumplido.

    Mi padre me esperaba abajo, y me entregó los cincuenta céntimos restantes por el trabajo hecho con las ruedas. Me dijo que nunca pudo imaginar, que yo sería capaz de dejar el metal tan brillante como lo hice. Con gran orgullo y satisfacción, reuní las dos monedas, y me puse a pensar en qué me las gastaría.

    .-¡¡¡Buenos días abuelo; buenos días abuela!!! –le dije saltando de alegría, cuando salía de casa en dirección al colegio.

    Fue en ese momento cuando me di cuenta de que algo, no encajaba en la situación que estaba viviendo. Paré en seco; volví calmadamente sobre mis pasos, mientras contemplaba las monedas que mi padre me dio por mi trabajo, y quedé plantado frente a la pared. Las monedas las palpaba: estaban en mi mano. Mi padre salía en ese momento de casa: iba a probar la bicicleta. Mi madre, junto con mi tío Vicente y mi hermana, introducían los últimos panes del día en el horno, y mi abuelo Pepe junto a mi abuela Victoria, me contemplaban desde la fotografía colgada en la pared. Todo era verídico; todo era real; excepto la fecha de la fotografía desde la cual mis abuelos me contemplaban: fue la última vez que posaron juntos para la ocasión; habían fallecido los dos, con un intervalo de tres meses y de ello habían pasado cinco años. En mis recuerdos nunca conservé una vivencia para con ellos.

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