EL COLOR DE LA LUZ

TAMBIÉN YO, AL IGUAL QUE TÚ, FUI UN CRÍO Y LAS PALABRAS, PUGNABAN POR APARECER ENTRE MIS LABIOS Y PREGUNTARTE EL PORQUÉ DE AQUELLO QUE OCURRÍA A MI ALREDEDOR.

AÑOS DESPUÉS, CON LA MEMORIA PRESENTE EN MIS SENTIDOS, QUIERO DARTE A TI PADRE, A TI MADRE, LA PALABRA DE LA CUAL CARECISTE, CUANDO TUS SENTIDOS ESTABAN ALERTA, EN LOS ACONTECERES QUE CONFORMARON TU VIDA.

VOLAR, VOLAR, VOLAR…

    Volar, volar, volar…

                                     sinónimo de libertad. Llegar hasta los confines de mi universo y establecer la luz que me indique cada uno de los secretos que aún permanecen en el fondo de mi alma.

    Pero no debo, no puedo; aún no. Sería como esclavizar cada uno de mis deseos y que nunca, jamás, esa luz que tanto ansío, corroborara mis temores y estableciera el fin de aquello que todo ser humano necesita: dignidad.

    La tarea es ardua. Pero el colofón a tanto sufrimiento, un día, debe darse.

    Creo en el ser humano. Creo en la voluntad de que todo hombre o mujer bien nacido-a, un día dirá “BASTA”, con letras grabadas en acero, forjado por la voluntad sincera del que se siente injustamente vejado.

    Son tiempos convulsos. Son tiempos de cambio. Son tiempos de dolor, acuciado por la voluntad de los malditos de corazón que establecen las reglas de un mundo cruel y miserable, tal como ellos se manifiestan. Pero también son tiempos de esperanza.

    Volar, volar, volar…pero cerca de ti que sufres el castigo injusto del abandono.

    Ahí, a tu lado, me encontrarás; y el color de la luz, que durante tantos años me acompañó en mi deambular por el mundo, es mi deseo, que ilumine tu caminar y llene de felicidad cada uno de tus pasos.

    Para ti, mis mejores deseos de paz y justicia en este año recién estrenado.

Sueño: siempre sueño.

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Mi andar me delata. Deambulo día tras día en la consecución de mis sueños, porque nunca me rendí.

Pensé en conjugar la pureza de mis deseos con la esencia de mis fracasos, pero no vi la diferencia.

En principio, la ilusión me llevó viajando entre las nubes hasta que el viento, alteró mis planes y me abofeteó inmisericorde: caí cual Ícaro manchado de cal y arena. Pero lavé y curé mis heridas

Poco más tarde, de nuevo mis alas surcaron el viento pero, eso sí, con calma y sosiego, esperanzado en mantener el rumbo escogido. No supe parar a tiempo y… de nuevo caí. Esta vez, creí adivinar, fue el color de mi sueño que, a pesar de que la distancia hasta él era corta, me equivoqué, saturado en exceso, y alteré la química de su composición. Creí que nunca me recuperaría.

Otra vez escondí mis vergüenzas ante aquellos que adivinaron mi fracaso, y anduve con la incertidumbre del desarraigo, escondido entre la maleza de mis desvaríos.

Pasaron los años y hoy, ahora, siempre, deseo soñar.

El viento es mi aliado y purifica mis alas cuando mi mente flaquea ante la adversidad. La lluvia, limpia mi cuerpo cuando la maldad hace mella en él y el rayo, cauteriza mis heridas.

Día a día, mi conciencia me dice que debo partir, nuevamente, al encuentro de uno más de mis sueños, romper la monotonía de un instante y convertir en eterno aquello que otros, consideran efímero.

Al calor de los días

Nunca te vi reír. Cada día, cuando aparecías por allí, con andar cansino, te limitabas a sentarte a mi lado y me ofrecías un cigarrillo de un paquete de tabaco que, intuí, estaba vacío. Nunca hice mención de cogerlo. Te daba las gracias y, a continuación, te ofrecía mi paquete. Cogías uno y esperabas, tranquilamente, con él colgando de tu labio inferior, a que sacara mi mechero y te ofreciera encenderlo. Así, con calma, como cada día, comenzabas tu alegato de supervivencia parafraseando situaciones de las que yo era sabedor, mucho antes de que te encontrara. Nunca te contradecía. Permanecía en silencio y, a veces, asentía ante los razonamientos que, con pasión, defendías.

Nunca me hablaste de ti. Pero tu vestimenta, la barba crecida y desaliñada que lucías, y el calzado desgastado que cubría tus pies, me daban a entender de las carencias existentes en tu vida. Poco después, un “hasta luego”. Había transcurrido casi media hora. Pero me daba igual. Sabías de antemano que no nos encontramos por casualidad y siempre estuve a la hora pertinente, en el mismo lugar.

Ese día, algo me dijo que no eras el de todos los días. No me dirigiste una sola palabra. Un movimiento de cabeza como saludo y un cigarrillo, que no cogiste, cuando te ofrecí, como siempre, el paquete. Allí sentado, tu mirada permanecía perdida y en tu semblante adiviné la ausencia, el dolor, la tristeza, que embargaba cada rincón de tu alma. El silencio era la nota dominante del encuentro y te miré de soslayo, con extrañeza, tratando de adivinar que oscuro pensamiento atenazaba tu mente. No obtuve respuesta a mi requerimiento. Algo corroía tus entrañas, porque la tristeza dominaba tu semblante. Pasados unos minutos, observé como este cambiaba. Me miraste, te miré, directamente a los ojos -nunca antes lo habíamos hecho-  y una luz y una serenidad, que jamás observé en mirada alguna me dijo, que habías tomado una determinación.

-Sabes…- me dijiste- nunca te hablé de mí; pero sé que sabes quién soy. Los demás me ignoran o me desprecian. Solo tú, me trataste, durante este tiempo, como lo que soy: una persona humana. Agradezco infinito tu amistad.

Me obsequiaste con una cálida sonrisa y marchaste, con dignidad y altivez, a la búsqueda de tu destino. Nunca más supe de ti.img_20150419_091116-copia

 

 

 

¡Farsante!

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Eres todo aquello que, humanamente, nunca esperé encontrar en un solo hombre.

Eres la ignominia que, agazapada, espera entre la inmundicia que cubre tus mentiras infames. Así tu cínica sonrisa y tu sibilante voz, matiza tus mentiras para desgracia del incauto que, esperanzado, te escucha.

Eres, la simiente del odio que conmina a defender las excelencias de un sistema ruin y caduco, mientras ensamblas las cadenas que coartan la libertad, y tu mundo, rebosa de riqueza.

Eres, junto a los incautos que, con malicia, aceptan como válidas tus promesas y así, tu generosidad llene sus bolsillos, la desgracia del bien común.

Eres todo pecado. Instalas tus manos corruptas entre los pliegues de la memoria de aquellos que sufren por la maldad de tus actos, tratando de amortiguar su impacto e instalarte alevosamente entre sus miedos.

Eres la peste de los afligidos.

Eres el don del miserable carente de escrúpulos.

Eres el plagio de la libertad raída por el odio hacia aquel que, en su pensamiento, se aleja de aquello que, para ti, debe ser el credo universal que nos lleve al encuentro de un mundo más justo: tu ego.

EL COLOR DE LA LUZ (Otoño)

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“Buenos días D. Vicente.” Caminábamos en dirección al aula y dirigió su mirada hacia mí, sin apenas mirarme. “Buenos días chiquillo” me contestó. Sin dejar de andar, con su mano derecha hurgaba en el bolsillo de su pantalón buscando la llave que abría la puerta.” D. Vicente: mi padre es buena persona”. Durante unos instantes paró, concentrado en la búsqueda de la llave que parecía negarse a ser encontrada, a un par de metros de la puerta. El resto de mis compañeros se mantenían a una distancia prudencial.  La mayoría de ellos no podían disimular las pocas ganas que tenían de volver a la escuela, después de un puente de cuatro días. Era lunes y el día se presentaba con un azul intenso, libre de nubes; con la calidez de un sol radiante, pero sin el calor agobiante de unas semanas atrás. Sacó la llave del bolsillo y se aseguró de que era la que buscaba. A continuación me dirigió una mirada cálida e indulgente y me dijo: “Los hombres nos convertimos en auténticas alimañas cuando creemos que la verdad y la justicia está de nuestra parte. Esa cualidad se multiplica, cuando actuamos en bandadas porque consideramos que la maldad, al ser compartida, después, es más fácil de soportar”. Me quedé unos momentos pensativo considerando si, realmente, había entendido lo que me acababa de decir. ”Pero, mi padre es una buena persona ¿no D. Vicente?”. Me miró de una manera tan distinta, a como tená por costumbre hacerlo, que no pude esconder mi perplejidad al observarlo. Más allá de sus pupilas pude adivinar un inmenso vacío cargado de tristeza, como si un montón de recuerdos olvidados en un rincón de su memoria quisieran hacer acto de presencia, y lo miré angustiado. Al darse cuenta de la tensión que la conversación iba acumulando, bajó los ojos como avergonzado de que pudiera leer, a través de ellos, lo que su mente escondía. Me cogió del brazo cariñosamente y sin mirarme me dijo: ”Claro que sí chiquillo, claro que sí: anda, vamos para clase”. Me ofreció su cartera para que se la cuidara mientras abría la puerta y a continuación, entramos todos, con él al frente, y ocupamos nuestro lugar correspondiente. Mientras, D. Vicente, apoyó su cuerpo  sobre el canto de la mesa, enfrente nuestro, y recogió sus brazos sobre el pecho a la espera de que el silencio se hiciera presente en el aula. Se quitó el sombrero y lo depositó junto a él, sobre ella. El guardapolvo gris aun colgaba en el perchero cuando comenzó a hablar como nunca antes lo habíamos oído hablar, y como ya nunca más nos hablaría. Esa mañana D. Vicente lloró; y la mayoría de nosotros lo acompañó en sus lloros porque, ese día, fuimos cómplices de su memoria a través de los recuerdos de nuestros padres y abuelos.

Muy malos tenían que ser aquellos rojos para matar a un pobre chaval porque su padre, un general del ejército nacional, no quiso entregar el Alcázar que se encontraba a su cargo. Cuando más vueltas le daba al asunto, mi crispación iba en aumento. ¿Qué mente ruin y miserable podía llegar a esos extremos? ¿Qué culpa tenía ese pobre muchacho de haber nacido hijo de un general?. ¿Por qué?.
De mi padre había heredado el amor hacia los espacios abiertos. Como él, ansiaba recorrer grandes bosques y pinares, disfrutando de la libertad que nos ofrecía la naturaleza (las películas del oeste eran nuestras preferidas, y yo solía verlas repetidamente, sábado y domingo por la tarde, disfrutando de las inmensas llanuras americanas) y ser partícipes de los milagros que día a día nos ofrecía. Tenía una vieja escopeta, que casi nunca usaba, y recorría los montes a la búsqueda de alguna pieza, que casi nunca quería encontrar. En el río pasábamos horas pendientes de que algún incauto pescado se dignara morder el anzuelo y, muchas veces, volvíamos a casa con el zurrón vacío. Pero no nos importaba. El hecho de sentarse entre cañaverales con el susurro de las cañas, que el viento agitaba, y escuchar el trino de los pajarillos a nuestro alrededor, colmaba nuestros deseos. Nunca perdía la ocasión de aprovechar cualquier rato cuando el trabajo se lo permitía y, por mi parte, deseaba en todo momento, si la ocasión y los estudios me lo permitían, acompañarle. Cargábamos nuestro saco con los aparejos de pesca y con la caña bajo el brazo. Un simple bocadillo para comer, y nos perdíamos horas y horas al encuentro de la paz y la libertad que tanto ansiábamos. El agua dulce del río colmaba nuestra sed y cuando el tiempo era caluroso y apacible, disfrutábamos de un refrescante baño  y nos fundíamos desnudos entre el agua y los juncos.
A menudo, cuando había un descanso en la panadería, o le acompañaba a la huerta con el carro enganchado al potro, aprovechaba esos espacios que el tiempo nos ofrecía para hablarle de tal o cual película, que él no había visto, donde esos espacios verdes y exuberantes estaban presentes, y las sensaciones que solíamos buscar, nos transportaban hasta países lejanos donde las grandes llanuras, y las aventuras de sus protagonistas, colmaban nuestras ansias de libertad. Observaba como, a través de su silencio y la satisfacción en su mirada, agradecía los relatos que le contaba durante aquellos periodos y yo, me sentía feliz y satisfecho porque sabía que era capaz de engancharle a mi relato y disfrutarlo como yo lo disfrutaba. También le contaba las historias que D. Vicente nos relataba (él nunca fue a la escuela) y esta vez, no pude evitar el hablarle de la tristeza y la indignación que me causaba el hecho de que, esos rojos ruines y miserables, hubieran matado a ese chaval. Una rabia infinita me embargaba conforme le relataba los hechos. Pero, en un momento determinado, pude observar como sus ojos se humedecían por las lágrimas y evitaba mi mirada intentando disimular la vergüenza que le embargaba. Porque él, según me dijo a continuación, estaba en el bando de los llamados “rojos” durante la guerra civil.

La luz en su mirada

      Insistí en acompañar a mi madre y al final, allí me encontraba: en aquella habitación. Tendría unos seis años y su imagen quedó grabada para siempre en mis sentidos. Olía a medicinas y un penetrante olor de orín rancio que, días después, recuerdo aún me acompañaba. Una mujer se encontraba echada en la cama y con las mantas que la cubrían, tapó incluso su cabeza al vernos entrar. Tiempo atrás, mi madre me contó que, las dos, eran de la misma edad y de pequeñas, solían jugar a menudo. Posteriormente, una grave enfermedad la atacó y hacía un montón de años que permanecía en cama sin poder escapar de ella.

     Levantaba las sábanas y cubría su cara para, a continuación, bajarlas lentamente hasta que sus ojos quedaban al descubierto y mirarme con aquellos ojos grandes, que parecían inmersos en la locura. En verdad no debían ser muy grandes; pero la carnosidad que cubría su cara era tan escasa, que solo la piel parecía cubrir los huesos que sobresalían junto a esa mirada dura y penetrante. Me escondí detrás de mi madre cogido a su falda. Un inmenso temor me atenazaba y mientras esta hablaba con la madre de la enferma, en todo momento que quise verla, sus ojos impactaban en los míos como dos potentes manchas instalados en la oscuridad. Sentía miedo; mucho miedo. Empecé a tirar discretamente de la falda de mi madre para escapar de aquel horror; pero continuaba hablando con la madre de la enferma y parecía no enterarse de que yo quería escapar de allí.

    En un determinado momento, mi madre, habló directamente a la enferma. Aproveché la ocasión para asomarme discretamente y poder ver su reacción. Por lo visto la reconoció; bajó las sábanas dejando su rostro al descubierto y esbozó una cadavérica sonrisa que me obligó a esconderme de nuevo tras ella y cerrar los ojos aterido por el terror.

    Caminábamos de vuelta a casa e iba cogido de su mano mirando las evoluciones de la punta de mis zapatillas.

    .- Se va a morir?-le pregunté.

    Busqué su mirada tratando de adivinar la verdad antes de que me contestara. En ese momento, secaba con un pañuelo las lágrimas que empañaba sus ojos y bajé de nuevo la cabeza.

    .-Madre: cuando alguien se va a morir, se le pone esa cara tan horrible?

    .-Claro que no hijo. La muerte puede aparecer en cualquier momento y llevarte cuando menos te lo esperas; incluso cuando estás riendo y sientes toda la felicidad del mundo. Incluso así hijo; incluso así…

    .-Pero, cuando miraba sus ojos, parecía como si tragara los míos hacia un pozo hondo, muy hondo…sentí mucho miedo madre…mucho miedo. Así como ahora y siempre, miro a usted a los ojos y veo… una luz que me sonríe sin que usted me ría, en los ojos de ella no vi nada…

    .-Eso es por lo mucho que te quiero hijo; y mi mirada, cuando te miro, te dice lo feliz que me hace tenerte a mi lado.

    Atrajo mi cuerpo a ella con fuerza y continuamos en silencio nuestro camino.

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Ausencia

Que dura es la ausencia

cuando miro a mi alrededor,

y entre brumasIMG_9024 copia la soledad,

un día fue se convirtió en pavor,

en la búsqueda de tu presencia.

Que feliz en mi recuerdo

cuando llegas hasta mí,

y depositas en mi mejilla

un beso cariñoso, así,

dulce, eterno.

Que tristeza al encontrar

entre las raíces de tu morada,

el silencio;

esperar,

si la eternidad así lo requiere,

tus pasos, tu camino; caminar.

El olvido

 

El olvido

A veces creo ver entre la bruma la presencia sublime de las cosas; aquellas que, por su naturaleza, se empeñan en seguir mis pasos sin reparar en que el olvido, se posó junto a mis recuerdos y, sin compasión, selecciona aquello que arbitrariamente desea, sin darme un pequeño margen para almacenarlo. No deseo luchar contra el olvido: no puedo luchar contra él. Nunca lo llamé; pero ahí se instaló. Se  encuentra  agazapado en un pequeño rincón de mi memoria y ni tan siquiera esos recuerdos que, la mayoría de las veces, llenan de gozo mi existencia, puede acallar sus silencios. Debo aprender a convivir con él y, de vez en cuando, solo de vez en cuando, recordarle que también puedo olvidarme de él.

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Físicamente…

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…deseo verte; pero este deseo confunde mis pensamientos mientras corroboro lo inútil de mi acción. Verte te veré. Lo deseo? No lo sé. Estar cerca de ti estaré. Pero mi tiempo para contigo, se reducirá a un simple “ estás bien? ; me alegra verte”. Mi mejilla rozará la tuya y en mi rostro quedará instalada la casta frialdad de tu piel. Pero más tarde, lejos de ti, en el refugio de mi soledad, aparecerás una vez más entre mis sueños y tu presencia inundará de deseo mi existencia.  Cerraré los ojos y mi pasión  por ti,  encenderá la maleza que inunda mis recuerdos y las brasas calcinaran las estancias de la memoria en que, tiempo atrás, te ubiqué.  Acariciaré tu cuerpo con suavidad, hasta establecer la barrera que separe lo humano de lo divino, y fijaré una vez más el ardor de tu cuerpo sobre todo aquello que, entre sombras, corrobore tu presencia. Ahí estás; aunque no lo desee. O… tal vez sí?