“Buenos días D. Vicente.” Caminábamos en dirección al aula y dirigió su mirada hacia mí, sin apenas mirarme. “Buenos días chiquillo” me contestó. Sin dejar de andar, con su mano derecha hurgaba en el bolsillo de su pantalón buscando la llave que abría la puerta.” D. Vicente: mi padre es buena persona”. Durante unos instantes paró, concentrado en la búsqueda de la llave que parecía negarse a ser encontrada, a un par de metros de la puerta. El resto de mis compañeros se mantenían a una distancia prudencial. La mayoría de ellos no podían disimular las pocas ganas que tenían de volver a la escuela, después de un puente de cuatro días. Era lunes y el día se presentaba con un azul intenso, libre de nubes; con la calidez de un sol radiante, pero sin el calor agobiante de unas semanas atrás. Sacó la llave del bolsillo y se aseguró de que era la que buscaba. A continuación me dirigió una mirada cálida e indulgente y me dijo: “Los hombres nos convertimos en auténticas alimañas cuando creemos que la verdad y la justicia está de nuestra parte. Esa cualidad se multiplica, cuando actuamos en bandadas porque consideramos que la maldad, al ser compartida, después, es más fácil de soportar”. Me quedé unos momentos pensativo considerando si, realmente, había entendido lo que me acababa de decir. ”Pero, mi padre es una buena persona ¿no D. Vicente?”. Me miró de una manera tan distinta, a como tená por costumbre hacerlo, que no pude esconder mi perplejidad al observarlo. Más allá de sus pupilas pude adivinar un inmenso vacío cargado de tristeza, como si un montón de recuerdos olvidados en un rincón de su memoria quisieran hacer acto de presencia, y lo miré angustiado. Al darse cuenta de la tensión que la conversación iba acumulando, bajó los ojos como avergonzado de que pudiera leer, a través de ellos, lo que su mente escondía. Me cogió del brazo cariñosamente y sin mirarme me dijo: ”Claro que sí chiquillo, claro que sí: anda, vamos para clase”. Me ofreció su cartera para que se la cuidara mientras abría la puerta y a continuación, entramos todos, con él al frente, y ocupamos nuestro lugar correspondiente. Mientras, D. Vicente, apoyó su cuerpo sobre el canto de la mesa, enfrente nuestro, y recogió sus brazos sobre el pecho a la espera de que el silencio se hiciera presente en el aula. Se quitó el sombrero y lo depositó junto a él, sobre ella. El guardapolvo gris aun colgaba en el perchero cuando comenzó a hablar como nunca antes lo habíamos oído hablar, y como ya nunca más nos hablaría. Esa mañana D. Vicente lloró; y la mayoría de nosotros lo acompañó en sus lloros porque, ese día, fuimos cómplices de su memoria a través de los recuerdos de nuestros padres y abuelos.
Muy malos tenían que ser aquellos rojos para matar a un pobre chaval porque su padre, un general del ejército nacional, no quiso entregar el Alcázar que se encontraba a su cargo. Cuando más vueltas le daba al asunto, mi crispación iba en aumento. ¿Qué mente ruin y miserable podía llegar a esos extremos? ¿Qué culpa tenía ese pobre muchacho de haber nacido hijo de un general?. ¿Por qué?.
De mi padre había heredado el amor hacia los espacios abiertos. Como él, ansiaba recorrer grandes bosques y pinares, disfrutando de la libertad que nos ofrecía la naturaleza (las películas del oeste eran nuestras preferidas, y yo solía verlas repetidamente, sábado y domingo por la tarde, disfrutando de las inmensas llanuras americanas) y ser partícipes de los milagros que día a día nos ofrecía. Tenía una vieja escopeta, que casi nunca usaba, y recorría los montes a la búsqueda de alguna pieza, que casi nunca quería encontrar. En el río pasábamos horas pendientes de que algún incauto pescado se dignara morder el anzuelo y, muchas veces, volvíamos a casa con el zurrón vacío. Pero no nos importaba. El hecho de sentarse entre cañaverales con el susurro de las cañas, que el viento agitaba, y escuchar el trino de los pajarillos a nuestro alrededor, colmaba nuestros deseos. Nunca perdía la ocasión de aprovechar cualquier rato cuando el trabajo se lo permitía y, por mi parte, deseaba en todo momento, si la ocasión y los estudios me lo permitían, acompañarle. Cargábamos nuestro saco con los aparejos de pesca y con la caña bajo el brazo. Un simple bocadillo para comer, y nos perdíamos horas y horas al encuentro de la paz y la libertad que tanto ansiábamos. El agua dulce del río colmaba nuestra sed y cuando el tiempo era caluroso y apacible, disfrutábamos de un refrescante baño y nos fundíamos desnudos entre el agua y los juncos.
A menudo, cuando había un descanso en la panadería, o le acompañaba a la huerta con el carro enganchado al potro, aprovechaba esos espacios que el tiempo nos ofrecía para hablarle de tal o cual película, que él no había visto, donde esos espacios verdes y exuberantes estaban presentes, y las sensaciones que solíamos buscar, nos transportaban hasta países lejanos donde las grandes llanuras, y las aventuras de sus protagonistas, colmaban nuestras ansias de libertad. Observaba como, a través de su silencio y la satisfacción en su mirada, agradecía los relatos que le contaba durante aquellos periodos y yo, me sentía feliz y satisfecho porque sabía que era capaz de engancharle a mi relato y disfrutarlo como yo lo disfrutaba. También le contaba las historias que D. Vicente nos relataba (él nunca fue a la escuela) y esta vez, no pude evitar el hablarle de la tristeza y la indignación que me causaba el hecho de que, esos rojos ruines y miserables, hubieran matado a ese chaval. Una rabia infinita me embargaba conforme le relataba los hechos. Pero, en un momento determinado, pude observar como sus ojos se humedecían por las lágrimas y evitaba mi mirada intentando disimular la vergüenza que le embargaba. Porque él, según me dijo a continuación, estaba en el bando de los llamados “rojos” durante la guerra civil.