Un día apareció por la panadería. Era alto, delgado pero fibroso, y el paso de los años castigó con severidad su columna vertebral: andaba encorvado.
Descargaba parte de su cuerpo sobre un cayado, sujeto por su mano derecha, que siempre le acompañaba allá donde quiera que fuese. Sus pasos eran alargados, acelerados: marciales. Con su mano izquierda, aferraba con fuerza una bolsa de plástico duro, con rayas azules, donde introducía lo que compraba para su sustento o aquello que “encontraba” en la huerta por los alrededores del pueblo, donde solía pasear casi a diario.
En invierno, solía vestir una gabardina azul con pantalones de pana color beige. Una camisa blanca a rayas, parecía siempre la misma, se dejaba ver por la parte superior del cuello de un grueso jersey de lana que, cada cierto tiempo, demasiado diría yo por el tufillo que despedía, solía cambiar por otro, de muy similares características. Remataba su indumentaria una gorra también de plástico forrada de lana en su interior, con orejeras, que colgaban sobre ambas partes de su cara, disimulando sus enormes orejas que lucían al compás de una gran nariz y unos labios también grandes y carnosos. Dos pronunciadas bolsas enmarcaban sus ojos por la parte inferior y de la parte superior, sobresalían unas cejas enormes cuajadas de desordenados pelos largos y oscuros. Sus ojos, más bien menudos y de un azul claro con una apenas perceptible pigmentación verdosa, desde el primer momento, llamaron mi atención. Si: cuando me miraba fijamente me sentía incómodo; la fijeza y profundidad en que lo hacía, aparecía muchas veces cargada de despotismo, desprecio, lascivia…; era como si atravesara mis pupilas adolescentes y se incrustara en lo más profundo de mis pensamientos. Cuando esto ocurría, procuraba entornar los ojos para que mis pestañas ejercieran de muralla e impidieran su paso a mi interior.
Normalmente, solía comprar el pan por la mañana; pero una tarde, ya anocheciendo, pasaba por allí y decidió hacernos una visita, según nos comentó. Se acomodó en una silla junto a las brasas que el tío Vicente solía sacar a diario del horno, y que depositaba en una de las latas planas y rectangulares con las que cocíamos dulces, ya muy deteriorada por el fuego.
Por las historias que nos contó, inferimos que era polaco y que, por circunstancias, se vio obligado a salir de su país dejando allí a su hijo que era ingeniero, no recuerdo de que especialidad.
Venezuela, Argentina, Paraguay…son algunos de los países que supuestamente visitó, y numerosas fueron las aventuras y anécdotas que nos contó le habían ocurrido durante ese periplo. Unas creíbles; otras no tanto. De todos modos, me gustaba escucharle y mi imaginación volaba entre las cumbres que escalaba y las carretas en que se desplazaba a lo largo y ancho de esas lejanas tierras.
Cierto día pidió a mi padre que le prestara un sedal para poder pescar. Llegamos a la conclusión de que la economía de la que disponía era bastante limitada y la pesca, de producirse, aliviaría esa necesidad.
Meses después salí del pueblo por un tiempo y a mi vuelta, pregunté por él a mis padres: había muerto un par de meses atrás. Un día salió a pescar y no volvió. Un vecino, extrañado por su desaparición, denunció el hecho a la Guardia Civil y comenzó su búsqueda. Lo encontraron varado en el agua rio abajo, entre las cañas, a unos dos kilómetros del lugar en que solía establecerse para pescar: pereció ahogado.
A mi memoria acude de tarde en tarde la presencia de este hombre en mi vida. Siempre me pregunté el porqué de su huída a otras latitudes y con el tiempo, ya él desaparecido, he sido capaz de penetrar en la intimidad de sus recuerdos, con los ojos entornados, y lo que vi me dejó paralizado por el terror. A través de sus ojos, he sido testigo de uno de los hechos más horrorosos y deleznables de la historia de la humanidad: trenes cargados de inocentes que se apiñan miserablemente entre las paredes de cajas rectangulares y, en su última parada, vacía la carga en el interior de las alambradas de unas mentes ruines y asesinas, que pretenden cambiar el mundo a partir de la supremacía de su raza y la verdad de sus razonamientos. Pero lo que más me horroriza de esta escena es que yo me encuentro allí y observo desafiante la descarga de esta “escoria” en mis dominios.
Por cierto: no recuerdo cual nos dijo que era su nombre.