¡Lo sé mi amor!

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…¡Me lo habéis advertido una y mil veces!¡Mi padre, mi madre, tú…! Pero necesito verme realizada como mujer y sentir la plenitud de concebir una nueva vida en mis entrañas. Para ti; para mí. Observar día a día como mis pechos sienten la imperiosa necesidad de fabricar el néctar milagroso y adquieren la capacidad necesaria para alimentar el retoño, que dará un nuevo sentido a nuestras vidas. Las posibilidades de que se produzca el “milagro” son escasas mi amor; lo sé. Pero existen. Nada va a ocurrir: estoy segura mi amor. No temo a las consecuencias que dicho acto me pueda acarrear. ¡También los médicos se pueden equivocar! Pero necesito saber que, tú, me apoyas en esta decisión. Veras como, los dos, unidos, somos capaces de llevar a término este deseo y ver nacer, criar, a ese retoño que, en mis sueños, veo crecer feliz en nuestras vidas. No temas por mí, amor…

Se sentó en el sillón instalado en un rincón de la habitación. Sí: se siente feliz, satisfecho. Desde allí, contempla como ella, su mujer, habla con ternura a su hijo. Mientras, una fuente inagotable  de vida surge a borbotones de sus senos, inundando la diminuta boca. Un pequeño hilo de leche se desliza perezosamente por la comisura de los labios del bebé y, él, ríe con satisfacción, también ella.

Poco después, instala con inmenso cariño a su hijo en la cuna y su mirada le dice, que la acompañe en el lecho y la abrace con la dulzura que, solo él, es capaz de imprimir a su vida.

Así, como cada noche y en silencio, quedan abrazados. Solo la respiración acompasada, sosegada, satisfecha por el  hecho, le da a entender que la felicidad está instalada en sus vidas y que las negras nubes que empañaron su caminar, tiempo atrás, quedaron lejos, en un lugar donde, la memoria -él no es consciente- le mantiene aletargado, lejos de la realidad.

Se levanta al clarear el día. Se dirige a la cocina y se sirve un vaso de leche, desnatada, que calienta en el microondas, y lo endulza con una generosa cucharada de miel.

Vuelve a la habitación. Contempla la cama y la cuna. Arropa con inmenso cariño a su mujer que, como cada noche, se levantó para darle de pecho al crio. Los dos duermen profundamente.

Poco después, cierra con cuidado la puerta, para no despertarlos, y se dirige al encuentro  con la realidad; lejos del espacio que un día alimentó sus deseos. Es en ese preciso instante, al pisar el asfalto, cuando una lágrima se desliza tristemente por su mejilla y, como cada día, le aleja del mundo de los sueños. Con ellos, en su nido de amor, queda el crudo recuerdo. Las consecuencias de un deseo frustrado, las sufrirá el resto de sus días. Allí, entre cuatro paredes, quedan una cama y una cuna vacías.

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