Paseo mi mirada ávida de encuentros con tu luz y nunca me decepcionas. Unas veces, los rayos luminosos inciden tímidamente entre los cañaverales y me detengo, plácidamente ,intentando acariciar con mi retina, cada segundo del avance temporal en que se convierte el evento. Otras, una leve brisa avanza desde levante río arriba y, mi piel, adquiere ese despliegue arbolado en que se convierte mi cuerpo cuando, inesperadamente, recibe una caricia y deseo que permanezca eternamente pegada a mí. Hoy, no tengo prisa; nunca tengo prisa cuando me paseo por tus estancias, a la espera de que, tu luz, una vez más, desvele ante mis ojos un ápice de tu grandeza. Súbitamente, me siento incapaz de describir con palabras aquello que me ofreces: sentado entre los pliegues de tu piel, dibujo, con mis manos, sobre el viento la imagen perecedera que mis ojos desvelan y deseo inmortalizarla. Con calma, me arrullo entre tus brazos. Cierro los ojos y, mi espíritu, se eleva en el firmamento porque deseo encontrar el calor de tu aliento instalado en mis entrañas. Así, un remanso de paz invade mi cuerpo y, mi mente, se inunda de color con el febril deseo de hacerte mía por siempre.